Fábula para comprender el misterio del dinero

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por Louis Even

1. Salvados del naufragio

Una explosión ha destruido su barco. Cada uno se agarra a las primeras piezas flotantes que logra alcanzar. Cinco consiguen reunirse sobre unos restos del naufragio que quedan a merced de las olas. De los otros compañeros de viaje, ninguna noticia.

Hace horas, largas horas, que miran al horizonte: ¿algún barco podría socorrerlos? ¿Encallara su balsa en alguna playa hospitalaria?

De repente se oye un grito: ¡Tierra! ¡Tierra allá, vean! ¡Justo en la dirección en la cual nos empujan las olas!

Y a medida que se dibuja, en efecto, la línea de una orilla, las caras se despejan. Ellos son cinco:

Francisco, carpintero grande y vigoroso, es quien primero gritó ¡Tierra!

Pablo, cultivador; es el que ustedes ven arrodillado a la izquierda, una mano al suelo y la otra agarrada a la estaca de la balsa.

Jaime, especializado en la cría de animales: es el hombre con pantalones rayados quien, arrodillado al suelo, mira en la dirección indicada.

Enrique, agrónomo y horticultor, algo corpu­lento, está sentado sobre una maleta salvada del naufragio.

Tomás, geólogo, es el tipo que está de pie detrás, con una mano sobre la espalda del carpintero.

2. Una isla providencial

Volver a poner los pies sobre una tierra firme, esto es para nuestros hombres un retorno a la vida.

Una vez secados, recalentados, su primer objetivo es el de conocer esta isla en la cual han sido arrojados, lejos de la civilización. A la cual ellos bautizan “La Isla de los Náufragos”.

Una rápida visita de la isla colma sus esperanzas. La isla no es un árido desierto. Ellos son, por cierto, los únicos hombres que la habitan actualmente. Pero otros han debido vivir aquí antes que ellos, a juzgar por los residuos de rebaños medio salvajes que han encontrado aquí y allá. Jaime, el ganadero, afirma que podrá mejorarlos y sacar un buen rendimiento de ellos.

En cuanto al suelo de la isla, Pablo lo encuentra en gran parte adecuado para el cultivo.

Enrique ha descubierto árboles frutales, de los cuales espera poder sacar gran provecho.

Francisco ha notado sobretodo bellas extensiones forestales, ricas en maderas de toda especie: será un juego cortar árboles y construir casas para la pequeña colonia.

En cuanto a Tomás, el geólogo, lo que le ha inte­resado, es la parte más rocosa de la isla. Ha notado allí varios signos indicando un subsuelo rico en minerales. A pesar de la ausencia de herramientas perfeccionadas, Tomás se cree con bastante iniciativa y astucia para transformar el mineral en metales útiles.

Así pues cada uno podrá entregarse a sus ocupaciones favoritas, para el bien de todos. Todos son unánimes para alabar a la Providencia por el desenlace relativamente feliz de una gran tragedia.

3. Las verdaderas riquezas

Ahí tenemos nuestros hombres manos a la obra. Las casas y los muebles proceden del trabajo del carpintero. Al inicio, cada uno se contentaba con comida primitiva. Pero luego los campos producen y el cultivador tiene cosechas.

A medida que las estaciones se suceden, el patrimonio de la Isla se enriquece. Se enriquece, no de oro o papel grabado, sino de las verdaderas riquezas, de las cosas que nutren, que visten, que alojan, que responden a necesidades.

La vida no es siempre tan dulce como ellos lo desearían. A ellos les faltan muchas cosas a las cuales estaban acostumbrados en la civilización. Pero su suerte podría ser mucho más triste.

De todas maneras ya han conocido tiempos de crisis en su país. Se acuerdan de las privaciones padecidas, mientras las tiendas estaban repletas a diez pasos de su puerta. Al menos, en la Isla de los Náufragos, nadie les condena a ver pudrirse bajo sus ojos cosas de las cuales podrían tener necesidad. Además, los impuestos son desconocidos. Las quiebras no se temen.

Si el trabajo es a veces duro, por lo menos se tiene el derecho de gozar de los frutos de su trabajo.

En definitiva, se explota la isla bendiciendo a Dios, esperando que un día se podrá encontrar de nuevo parientes y amigos, con dos grandes bienes conservados, la vida y la salud. 

4. Un gran inconvenient

Nuestros hombres se reúnen frecuentemente para hablar de sus quehaceres.

En el sistema económico muy simplificado que ellos practican, una cosa les molesta cada vez más: no tienen ningún tipo de moneda.

El trueque, el intercambio directo de productos con productos, tiene sus inconvenientes. Los productos a inter­cambiar no están siempre frente a frente al mismo tiempo. Por ejemplo, madera entregada al cultivador en invierno no podrá ser reembolsada en legumbres antes de seis meses.

A veces se trata además de un artículo grande entregado en una vez por uno de los hombres, el cual quisiera en intercambio diferentes cosas pequeñas producidas por los demás, en épocas diferentes.

Todo esto complica los negocios. Si hubiera dinero en circulación, cada uno vendería sus productos a los demás por dinero. Y con el dinero recibido, él compraría a los demás las cosas que quisiera, cuando quisiera y a condición que estuvieran allí.

Todos reconocen la gran comodidad que constituiría para ellos un sistema monetario. Pero ninguno de ellos sabe cómo establecer tal sistema. Han aprendido a producir la verdadera riqueza, las cosas. Pero no saben hacer los signos, el dinero.

Ignoran cómo comienza el dinero, y cómo hacerlo comenzar cuando no existe, cuando de común acuerdo se decide obtenerlo. También muchos hombres instruidos se verían en un aprieto; todos nuestros gobiernos se han visto así durante diez años antes de la guerra. Sólo que faltara el dinero al país, y el gobierno quedaría paralizado ante este problema.

5. Llegada de un refugiado

Una tarde, mientras nuestros hombres, sentados en la orilla del mar, machacan este problema por centésima vez, ven de pronto acercarse una barca remada por un solo hombre.

Se apresuran a ayudar al nuevo náufrago. Se le ofrecen los primeros cuidados y se cambian impresiones. El habla español. Su nombre es Martín.

Felices de tener un compañero de más, nuestros cinco hombres le acogen con calor y le hacen visitar la colonia.

— “Aunque perdidos lejos del resto del mundo, le dicen, no tenemos por qué quejarnos. La tierra produce bien; el bosque también. Una sola cosa nos hace falta: no tenemos moneda para facilitar los intercambios de nuestros productos.”

— “Bendigan la suerte que me trae aquí, contesta Martín. El dinero no tiene misterios para mí. Yo soy banquero, y puedo instalarles en poco tiempo un sistema monetario que les dará satisfacción.”

¡Un banquero!... ¡Un banquero!... Un ángel venido derecho del cielo no habría despertado más reverencia. ¿No se tiene por costumbre, en país civilizado, el inclinarse delante de los banqueros, quienes controlan las pulsaciones de las finanzas?

6. El dios de la civilización

“Señor Martín, ya que usted es banquero, usted no trabajará en la isla. Usted sólo se ocupará de nuestro dinero.”

— “Me encargaré, como todo banquero, de forjar la prosperidad común.”

— “Señor Martín, se le construirá una casa digna de usted Mientras tanto, se puede instalar en el edificio que sirve para nuestras reuniones públicas.”

— “Muy bien, mis amigos. Pero empecemos por descargar de la barca las cosas que he podido salvar en el naufragio: una pequeña prensa, papel y accesorios, y sobretodo un pequeño barril que procurarán tratar con sumo cuidado.”

Se descarga el conjunto. El pequeño barril intriga la curiosidad de nuestros buenos hombres.

— “Este barril, declara Martín, es un tesoro sin igual. ¡Esta lleno de oro!”

¡Lleno de oro! Cinco almas casi se escaparon de cinco cuerpos. ¡Figúrese: el dios de la civilización entrado en la Isla de los Náufragos. El dios amarillo, siempre oculto, pero potente, terrible, cuya presencia, ausencia o menores caprichos pueden decidir de la vida de 100 naciones!

— “¡Oro! ¡Señor Martín, verdadero gran banquero! Le saludamos respetuosamente y le prestamos nuestros juramentos de fidelidad.”

— “Oro para todo un continente, amigos míos. Pero no es el oro que va a circular. Hace falta esconder el oro: el oro es el alma de todo dinero sano. El alma debe quedar invisible. Les explicaré todo esto cuando les dé dinero.

7. Un entierro sin testigo

Antes de separarse por la noche, Martín les pone una última pregunta:

— “¿Cuánto dinero les haría falta en la isla para empezar, para que los intercambios marchen bien?”

Se miran unos a otros. Se consulta humildemente al propio Martín. Con las sugestiones del benévolo banquero, se conviene que 200 dólares cada uno parecen suficientes para empezar. Cita fijada par el día siguiente a la noche.

Los hombres se retiran, intercambian reflexiones conmovidas, se acuestan tarde, no pueden dormir hasta la mañana, después de haber soñado oro largo tiempo con los ojos abiertos.

Martín, él, no pierde tiempo. Olvida su cansancio para no pensar más que en su porvenir de banquero. Aprovechando la mañanita, cava un hoyo, hace rodar su barril, lo cubre de tierra, lo disimula bajo matas de hierba cuidadosamente colocadas, transplanta inclusive un pequeño arbusto para ocultar toda huella.

Después, pone en marcha su pequeña prensa, para imprimir 1000 billetes de 1 dólar. Viendo salir los billetes, nuevecitos, de su prensa, sueña por dentro:

— “¡Cómo son fáciles de hacer, estos billetes! Sacan su valor de los productos que servirán para comprar. Sin productos, los billetes no valdrían nada. Mis cinco clientes tontos no piensan en esto. Creen que es el oro que garantiza el dinero. ¡Los tengo amarrados por su ignorancia!”

Por la noche, los cinco llegan corriendo cerca de Martín.

8. ¿Para quien será el dinero?

Cinco fajos de billetes están ahí, sobre la mesa.

— “Antes de distribuirles este dinero, dice el banquero, hace falta entenderse.”

“El dinero está basado en el oro. El oro, colocado en la bóveda de mi banco, me pertenece. En consecuencia, el dinero es mío... ¡Oh, no estén tristes! Voy a prestarles este dinero, y ustedes lo emplearán a su antojo. Mientras tanto, les cargo solamente el interés. Dada la rareza del dinero en la Isla, ya que no hay de todo, creo ser razonable pidiendo un pequeño interés de 8 por ciento solamente.”

— “En efecto, Señor Martín, usted. es muy generoso.”

— “Un último punto, amigos míos. Los negocios son los negocios, inclusive entre los mejores amigos. Antes de cobrar su dinero, cada uno de ustedes va a firmar este documento: es el compromiso por parte de cada uno de ustedes de reembolsar capital e intereses, bajo pena de confiscación por mí de sus propiedades. ¡Oh, simple garantía! No tengo ningún interés de quedarme jamás con sus propiedades, me contento con el dinero. Estoy seguro que conservarán sus bienes y que me devolverán el dinero.”

— “Esto está lleno de buen sentido, Señor Martín. Vamos a redoblar los esfuerzos en el trabajo y se lo devolveremos todo.”

— “Eso es. Vuelvan a verme cada vez que tengan problemas. El banquero es el mejor amigo de todo el mundo... Muy bien, aquí tienen para cada uno sus 200 dólares.”

Y nuestros cinco hombres se van encantados, las manos y la cabeza llenos de dinero.

9. Un problema de aritmética

El dinero de Martín ha circulado en la Isla. Los intercambios se han multiplicado a la vez que se han simplificado. Todo el mundo se regocija y saluda a Martín con respeto y gratitud.

No obstante, el geólogo está inquieto. Sus productos están todavía bajo tierra. No tiene más que algunos dólares en su bolsillo. ¿Cómo reembolsar al banquero en el plazo que se acerca?

Después de haberse roto la cabeza mucho tiempo ante su problema individual, Tomás lo trata socialmente:

“Considerando la población entera de la isla, piensa él, ¿somos capaces de cumplir con nuestros compromisos? Martín ha hecho una suma total de 1000 dólares. Y nos reclama un total de 1080 dólares.

Inclusive si reuniéramos todo el dinero de la isla para llevárselo, esto haría 1000 y no 1080. Nadie ha hecho los 80 dólares de más.

Hacemos cosas, no dinero. Martín podrá entonces quedarse con toda la isla, porque todos juntos no podemos reembolsar capital e intereses.

 “Si los que tienen posibilidad devuelven su parte de dinero sin preocuparse de los demás, algunos van a caer enseguida, y otros van a sobrevivir. Pero les tocará su turno y el banquero se quedará con todo. Más vale unirse enseguida y tratar este asunto socialmente.”

Tomás no tiene dificultad para convencer a los demás de que Martín les ha engañado. Se ponen de acuerdo para una cita general en casa del banquero.

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